viernes, 22 de febrero de 2013

El milagro de las vacas


Voy a contarles una historia. Una breve, pero que podría ser real. Sencilla. Una historia que no tiene más agregados que el de una pareja de ancianos, un tambo y algunos niños. Ésta transcurre a principios del Siglo XX, en las afueras de Riazán, Rusia...


    Todas las mañanas el gallo cantaba e Igor saltaba de la cama como un rayo. Aleksandra demoraba un poco más. Lo que sí hacían ambos era vestirse rápidamente intentando con poco éxito escaparle al crudo invierno. Ambos enfilaban para la cocina pero Igor seguía de largo, abría la puerta del patio y se dirigía al tambo; todo esto mientras su mujer preparaba el desayuno.
    Aquí es cuando uno debería decir "qué frío". La realidad es que Igor no pensaba en nada. Era un autómata que se manejaba por puro reflejo. Tenía sólo tres vacas lecheras, con sus tres terneros, así que el trabajo era relativamente tranquilo. Debía ordeñarlas antes de las siete, cuando los chiquillos de las estancias vecinas venían a buscar su ración. De eso vivía la pareja. Sólo ese ingreso tenía.
    Así es que Igor arreaba a las vacas, las colocaba en posición y, a modo de línea de montaje, iba ordeñándolas una a una. Automático. Todo al ritmo de la Marcha Turca, la cual silbaba sentado en su pequeño taburete. Era una imagen digna de ser retratada: Un anciano de unos cincuenta años, inclinado hacia adelante, moviendo sus hombros de frente a las ubres de una vaca inmutable al compás de la opereta. Cuando llegaba al final de la línea, siempre tenía un espectador: Petrovich. Era el hijo del vecino más próximo, más que puntual –llegaba entre media hora y quince minutos antes de que terminara el proceso-  y todas las mañanas el diálogo era el mismo.
-Buenos días señor Sokolov.
-Buenos días niño -contestaba este sin siquiera mirarlo-
-Vengo por la leche
-Lo sé hijo. En seguida.
    Terminaba de ordeñar, sujetaba el frasco del niño, lo llenaba, y con un ademán de su cabeza le indicaba que la transacción había terminado. Al instante llegaba el resto de la clientela y recién; después de haber atendido a todos, podía entrar a disfrutar del desayuno de su esposa. Todas las mañanas, todos los días, los trescientos sesenta y cinco días del año, Igor hacía esto. Pero un día enfermó. 

    Al principio ni lo notó, sólo un poco de sudor por las noches, un poco de dolor de cabeza por las mañanas. Pensó que podría ser un lote de vodka en mal estado que había comprado a mitad de precio. Sin embargo el cuadro fue empeorando y empezó a toser día y noche hasta que una mañana ya no logró levantarse de su cama. El gallo cantó, su mujer se vistió y él quedó tendido en su costado. Sólo dijo "No puedo, anda vos" 
    Había un problema. Aleksandra sólo sabía preparar desayunos y atender a su marido. Nunca había ordeñado una vaca. Se quedó mirándolo, acurrucado en un rincón, demasiado flaco y débil y entendió con toda crudeza, que siempre hay una primera vez para todo.
Enfiló poco confiada al tambo. Arrió sin mayor dificultad a las vacas (estaban demasiado acostumbradas) las ató, acercó el taburete y comenzó a jalarle las ubres a la primera de la fila. Nada. Jaló una y otra vez y nada. El tiempo pasaba y el balde aún permanecía completamente seco. Y se hicieron las seis treinta y nada. Aleksandra miró al cielo y comenzó a preguntarse lo que todos nos preguntamos cuándo algo se sale de nuestras manos “¿por qué a mí?”

-¿Sra Sokolov?
-¡PETRÓVICH!-Grito Aleksandra asustada
-Buenos días Señora. Vengo por la leche. ¿El Señor Sokolov…?
-No se siente bien y no creo que hoy podamos repartir las raciones –pensó unos instantes- creo que las vacas se han secado.

    El niño se acerco y vio las ubres ingurgitadas de leche. Al instante ella comprendió lo que él pensaba
-La realidad es que no puedo hacerlo hijo, nunca he ordeñado en mi vida –se sinceró- Sólo he visto a Igor hacerlo unas cuantas veces.
-Si me deja puedo ayudarla señora Sokolov, he visto hacer esto al señor Igor  todas las mañanas desde que tengo memoria –ella lo miró por sobre el hombro y lo contemplo en silencio.
-De acuerdo – contestó- yo haré exactamente lo que venía haciendo y me corregís si en algo fallo. 

    Y así comenzó. Colocó el balde debajo de las ubres, las masajeó un poco y comenzó a jalar de ellas. Nada. Miró al niño cómo esperando instrucciones. 
-Hágalo de nuevo señora por favor. 
Aleksandra se colocó nuevamente en posición, masajeó las ubres y comenzó a jalarlas. Pero esta vez Petrovich silbó una alegre melodía de Beethoven. El tarro se lleno al instante y la mujer se quedó pasmada.
-Es un milagro- atinó a decir.
-¡Ya lo creo! –contestó el niño, mientras le acercaba el tarro a la mujer quién lo llenó y devolvió con una sonrisa de autosuficiencia impensada minutos antes.
-Iván Petrovich Pavlov, este tarro, va de regalo –le dijo feliz de la vida.


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